A menudo mi madre nos decía: “Cuando muera, no quiero que lloréis ni que me traigáis flores”, sabía que lo decía en serio. Pero no siempre se hace caso a una madre, y cuando murió lloré y le llevé flores. Fue un acto de desobediencia que cualquiera
comprende, pero, ahora, cinco años después, no dudo de que tenía que haber respetado su voluntad. Ahora que soy padre y aunque la muerte esté aún lejos, soy yo el que les digo a mis hijos: “Cuando muera, no lloréis ni me traigáis flores”. Da igual si es porque no me habéis querido, como si es
porque que me queréis.
No sé lo que harán, pero lo supongo, porque no siempre se hace caso a un padre. De corazón se lo digo, como mi madre nos lo decía a mis hermanos y a mí. Un padre, una madre, de buen corazón, como somos la mayoría, deseando que nuestros hijos no sufran, ni nuestros hijos ni tus hijos. ¿De qué sirve sufrir si ese sufrimiento no crea felicidad en otra parte del mundo? No todos sabemos vivir y no todos sabemos morir. Mi madre supo vivir y supo morir. La fe fue lo que le se lo permitió. Yo no tengo fe, pero creo que sé vivir, ¿sabré morir?
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