Las palabras se manchan y desgastan con el uso. Por eso hay que cambiarlas de vez en cuando, y, en el futuro, seguir cambiándolas. Por ejemplo: minusválido. En 2001 la Organización Mundial de la Salud decidió abandonar es palabra por su connotación peyorativa y sustituirla por discapacitado. Durante años no sonó mal la nueva palabra, pero, hoy en día, si dices de alguien que es discapacitado estás diciendo que padece una disminución física, sensorial o psíquica que la incapacita, total o parcialmente, para el trabajo o para otras tareas ordinarias de la vida. Y eso puede molestar. Así que ahora se ha de decir personas con diferentes capacidades. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo la palabra diferente será políticamente correcta? Propongo, para cuando llegue ese momento, que se diga personas con otras capacidades. ¿Y después? Vaya usted a saber. El problema del desgaste de las palabras es que lo hacen en la forma, pero no el fondo. Por eso necesitamos nuevas palabras para referirnos a cosas que queremos esconder, pero que ahí siguen. Y que seguirán.
El aprendiz
Llevo veinte años escribiendo un diario de ideas. Hasta ahora ha sido algo tan secreto como un diario personal en el que uno anota intimidades. Se acabó el pudor, a partir de hoy (18 de febrero de 2011), aquí desnudo mi mente.
lunes, 1 de septiembre de 2025
viernes, 1 de agosto de 2025
Y mientras tanto…
Aquí sigo,
mientras sigue la vida.
He comprendido quién soy,
pero no me ha servido para escapar de donde estoy.
He visto la luz al final del túnel,
pero sigo en este lado de la montaña.
¿Cuál ha sido la razón?
Bien clara la veo: la falta de egoísmo,
o lo que, en mi caso, es lo mismo
pero suena mejor: demasiada sensibilidad.
sábado, 5 de julio de 2025
Cinco años después
A menudo mi madre nos decía: “Cuando muera, no quiero que lloréis ni que me traigáis flores”, sabía que lo decía en serio. Pero no siempre se hace caso a una madre, y cuando murió lloré y le llevé flores. Fue un acto de desobediencia que cualquiera
comprende, pero, ahora, cinco años después, no dudo de que tenía que haber respetado su voluntad. Ahora que soy padre, y aunque la muerte esté aún lejos, soy yo el que les digo a mis hijos: “Cuando muera, no lloréis ni me traigáis flores”. Da igual si es porque no me habéis querido, como si es
porque que me queréis.
No sé lo que harán, pero lo supongo, porque no siempre se hace caso a un padre. De corazón se lo digo, como mi madre nos lo decía a mi hermano, a mí hermana y a mí. Un padre, una madre, de buen corazón, como somos la mayoría, deseamos que nuestros hijos no sufran, ni nuestros hijos ni tus hijos. ¿De qué sirve sufrir si ese sufrimiento no crea felicidad en otra parte del mundo? No todos sabemos vivir y no todos sabemos morir. Mi madre supo vivir y supo morir. La fe fue lo que le se lo permitió. Yo no tengo fe, pero creo que sé vivir, ¿sabré morir?