Si alabo el pueblo donde nací,
me pondrán una estatua en él.
Si lucho por mi país,
me darán una medalla póstuma al valor.
Pero si ensalzo el universo y soy un hombre de paz,
¿quién me honrará?
Llevo veinte años escribiendo un diario de ideas. Hasta ahora ha sido algo tan secreto como un diario personal en el que uno anota intimidades. Se acabó el pudor, a partir de hoy (18 de febrero de 2011), aquí desnudo mi mente.
Si alabo el pueblo donde nací,
me pondrán una estatua en él.
Si lucho por mi país,
me darán una medalla póstuma al valor.
Pero si ensalzo el universo y soy un hombre de paz,
¿quién me honrará?
Las palabras se manchan y desgastan con el uso. Por eso hay que cambiarlas de vez en cuando, y, en el futuro, seguir cambiándolas. Por ejemplo: minusválido. En 2001 la Organización Mundial de la Salud decidió abandonar es palabra por su connotación peyorativa y sustituirla por discapacitado. Durante años no sonó mal la nueva palabra, pero, hoy en día, si dices de alguien que es discapacitado estás diciendo que padece una disminución física, sensorial o psíquica que la incapacita, total o parcialmente, para el trabajo o para otras tareas ordinarias de la vida. Y eso puede molestar. Así que ahora se ha de decir personas con diferentes capacidades. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo la palabra diferente será políticamente correcta? Propongo, para cuando llegue ese momento, que se diga personas con otras capacidades. ¿Y después? Vaya usted a saber. El problema del desgaste de las palabras es que lo hacen en la forma, pero no el fondo. Por eso necesitamos nuevas palabras para referirnos a cosas que queremos esconder, pero que ahí siguen. Y que seguirán.
Aquí sigo,
mientras sigue la vida.
He comprendido quién soy,
pero no me ha servido para escapar de donde estoy.
He visto la luz al final del túnel,
pero sigo en este lado de la montaña.
¿Cuál ha sido la razón?
Bien clara la veo: la falta de egoísmo,
o lo que, en mi caso, es lo mismo
pero suena mejor: demasiada sensibilidad.
A menudo mi madre nos decía: “Cuando muera, no quiero que lloréis ni que me traigáis flores”, sabía que lo decía en serio. Pero no siempre se hace caso a una madre, y cuando murió lloré y le llevé flores. Fue un acto de desobediencia que cualquiera
comprende, pero, ahora, cinco años después, no dudo de que tenía que haber respetado su voluntad. Ahora que soy padre, y aunque la muerte esté aún lejos, soy yo el que les digo a mis hijos: “Cuando muera, no lloréis ni me traigáis flores”. Da igual si es porque no me habéis querido, como si es
porque que me queréis.
No sé lo que harán, pero lo supongo, porque no siempre se hace caso a un padre. De corazón se lo digo, como mi madre nos lo decía a mi hermano, a mí hermana y a mí. Un padre, una madre, de buen corazón, como somos la mayoría, deseamos que nuestros hijos no sufran, ni nuestros hijos ni tus hijos. ¿De qué sirve sufrir si ese sufrimiento no crea felicidad en otra parte del mundo? No todos sabemos vivir y no todos sabemos morir. Mi madre supo vivir y supo morir. La fe fue lo que le se lo permitió. Yo no tengo fe, pero creo que sé vivir, ¿sabré morir?
“Aprendí muy temprano a no quejarme”.
Esa frase de Claudio Naranjo me ha recordado mi vida, mi infancia, mi juventud, mi madurez. Yo también aprendí esa lección y aún no la he olvidado. Hay naturalezas agradecidas y naturalezas de exigir. Hay almas nobles y almas viles. Hay aristócratas y envidiosos. Sí, a los humanos se nos puede clasificar, claro que sí. Y sí, hay escala de grises, pero hay grises claros y grises oscuros. Soy maniqueo, lo reconozco, y me alegro de haber descubierto esa manera de pensar, porque los generosos tendemos a sobrevalorar las virtudes de los malos y a sobrevalorar los defectos de los buenos, y así cometemos la injusticia de tratar a los malos mejor de lo que se merecen y a los buenos peor de lo que se merecen. Malo es quien mayormente hace cosas malas y bueno es quien mayormente hace cosas buenas. Eso es ser maniqueo. Yo soy maniqueo.
¿Qué he visto que nadie ha visto?
Nada.
¿Qué he visto que pocos han visto?
Algunas cosas.
El cielo estrellado,
la sinrazón de las fronteras.
El viento mecer las ramas,
la envidia corroer el alma.
La gota de lluvia sobre la hierba,
la bota pisar la hoja.
El pensamiento que resume el mundo,
el berrido que rompe la armonía.
El universo en funcionamiento,
el universo en funcionamiento.
La creación humana de Dios,
la creación humana de Dios.
A la memoria de mi madre
Llegué a Roma con mis tres hijos
el día 14 de marzo, justo el día de mi cumpleaños. Fue una sorpresa que me
quisieron guardar hasta el final pero que, siguiendo los consejos de varios
amigos, me anticiparon un mes antes con la sana intención de prepararme para mi
primer viaje en avión (por si me daba miedo) y para ir disfrutando ya de lo que
me esperaba. Pero para mí no había nada que esperar en el Vaticano que no fuese
ver al Papa. Lo de ver es una manera de hablar, claro, porque estoy ciega. Ver
en mi caso es tocar y escuchar. Así se lo hice saber a mis hijos: “yo quiero
hablar con al Papa”. Claro, mamá, como los otros veinte mil peregrinos que ese
día habrá en la explanada de la basílica de San Pedro. Ya adelanto que al final
mi sueño se pudo hacer realidad gracias a las cartas de petición que hicieron
mis hijos, a la intercesión de algunos amigos y sobre todo a mis rezos pidiendo
a Dios en los días previos que me concediese ese deseo. Pocas cosas le he
pedido a lo largo de mi vida, así que quizás tuviese a bien concederme el que
puede ser mi último deseo en esta vida. Concedido está.
El día 15 por la mañana temprano
fuimos caminando desde el hotel donde dormimos (aunque no vi la habitación sé
que fue, para alguien de clase humilde como soy yo, como estar en un palacio.
Yo desde luego dormí como una reina) hasta el Vaticano. El murmullo de la
multitud y las explicaciones de mis hijos me hicieron hacerme a una idea del
gentío que estaba allí reunido. Buscamos el lugar que nos habían asignado. El
día anterior mi hijo mayor, José Ramón, se había acercado a recoger las
invitaciones siguiendo las indicaciones de la carta que habíamos recibido en la
que nos informaban de que disponíamos de entradas para la recepción pública del
Papa del día 15 de marzo de 2017, un día después de mi 88 cumpleaños.
La invitación decía que teníamos
que dirigirnos al pie de la estatua de San Pedro. Hacia allí creíamos dirigirnos
hasta que un policía nos indicó que era en el otro lado de la plaza, donde
estaba la estatua. No sé si es que el policía leyó mal o que no sabía
distinguir a San Pedro de San Pablo. El caso es que al llegar al otro extremo
de la plaza nos mandaron volver a donde estábamos, allí lo que estaba era la
estatua de San Pablo. La plaza es muy grande, mucho más de lo que una pueda
imaginarse, y entre tanto ir de aquí para allá el tiempo de sobra con el que
llegamos se había pasado y la ceremonia estaba empezando mientras mis hijos y
yo todavía andábamos dando tumbos. Mi hijo pequeño, Julián, se dirigió a un
policía para pedirle por favor que evitase que una mujer ciega tuviese que dar otra
vez toda la vuelta a la plaza para buscar su localidad. Muy amable el gendarme
permitió que mi hija y yo atravesáramos la multitud que desde hacía tiempo
esperaba sentada en sus sillas. Caminamos y caminamos mientras por los
altavoces ya se oía la voz de su Santidad. Por fin llegamos al lugar que
indicaba la invitación, era, según me explico mi hija, justo debajo de la
estatua de San Pedro. No pusieron un par de sillas y allí nos sentamos. Por mi
oído sabía que la gente estaba a nuestras espaldas y que el Papa estaba delante,
a nuestra izquierda. Según me contó mi hija, lejos de nosotras, pero no tanto
como del resto de peregrinos, a excepción de dos zonas cercanas, a izquierda y
derecha del Santo Padre que debían de estar ocupadas por gentes muy
importantes. (Así somos los pobres: confundimos gentes con privilegios con
gentes importantes.) Digo muy importantes porque el Papa saludó a curas y gente
de la Iglesia que por los gritos y la algarabía que se armaba cuando
mencionaban su nombre supe que se encontraban entre la multitud, detrás de
nosotras. Así que si ni siquiera los siervos de Dios tenían sitio en esas
tribunas especiales, tan cercanas al Santo Padre, ¿quiénes serían los privilegiados que allí
estaban? No lo sé. El caso es que cuando la ceremonia estaba a punto de acabar
mi hija me dijo que el Santo Padre, después de saludar desde lejos a esas
gentes importantes, abandonó el estrado desde donde se había dirigido a los
asistentes durante más de una hora, y comenzó a bajar la amplia escalinata al
pie de cuyo último peldaño estábamos un grupo de unos cuarenta personas, el uno
cojo el otro tuerto el otro manco. ¿Ahora bajará a darnos la mano?, pregunté,
optimista como soy, a mi hija. Pues no lo sé, mamá, me contestó. Mientras, la
multitud gritaba el nombre del Santo Padre llamándole para que se acercase a
ellos. Y cuando él saludaba una salva de aplausos y de vítores le eran
devueltos. Si él devolvía otra vez el saludo o les decía algo, la gente le
devolvía el gesto con mucha algarabía y júbilo. Al poco noté que mi hija se
ponía nerviosa y le pregunté qué pasaba. Que viene hacia aquí, madre. ¿Por
dónde viene? Por aquí, por la izquierda. Nos quedamos calladas mientras
saludaba a los enfermos que había antes que nosotros. ¿Hacia dónde miro, hija?,
quise saber. Hacía aquí, madre, me indicó ella. Ya llega, ya llega. Nos pusimos
en pie. Estaba tranquila pero en ascuas. A mi hija, supe luego, le temblaban
las piernas al ver que el Santo Padre estaba ya a escasos metros de nosotros.
Yo no pude saber en qué preciso momento saludo a mi hija, pero supe que estaba
junto a nosotras cuando oí decir a María del Carmen, mi hija, mis ojos, “qué
alegría poder saludarle”. El Papá sonrió, le tendió la mano derecha y con la
otra mano cubrió el apretón de manos que habían dado a mí hija. La emoción María
del Carmen, Mari, como la llamo yo, era enorme, como luego me diría y después me
contaría una y otra vez. Gracias a ese recuerdo sé cómo se produjo tan
emocionante encuentro. Como a buen entendedor con pocas palabras basta, el Papa
enseguida supo que estaba ante una mujer ciega. Se hizo el silencio y de pronto
sentí cómo su mano tomaba la mías. No nos dimos un apretón de mano, fue el
gesto cariñoso de un padre que toma la mano de su hija. ¿Cómo está?, esas
fueron sus primeras palabras. Estoy ciega, esas fueron mis primeras palabras.
¿De dónde eres?, quiso saber. Iba a decir de Palencia, porque quiero mucho a
esta tierra, pero dije de Burgos, porque es donde nací y donde viví hasta que
me casé. Ah, de la tierra del Cid Campeador. Sí, señor. ¿Y por qué has venido?
Porque los hijos la hemos querido traer como regalo, intervino mi hija. Ah, muy
bien, muy bien. Porque fue su cumpleaños ayer. ¿Cuántos años has hecho? 88.
Hala, qué bien estás, ¿qué comes? Pues lo que me dan, porque estoy en una
residencia. Reímos. Mientras hablábamos me estuvo todo el tiempo tocándome con
sus dos manos, pero por un momento noté que con una de ellas, con la derecha,
dejaba de hacerlo. Al poco volvió a hablarme. Tenga, un rosario de regalo por
su cumpleaños, dijo mientras ponía en mi mano izquierda una cajita. Para que rece
por mí, añadió humildemente. Esté tranquilo porque ya rezo todos los días por
usted. Me beso en la mejilla y me dio la bendición haciéndome la señal de la
cruz en la frente. Nos despedimos y se alejó a saludar a otro enfermo.
Así fue como vi cumplido mi deseo
de poder estar con el Santo Padre. Nunca tuve dudas sobre mi fe, pero este
encuentro puso el broche de oro. Después abandonamos, siguiendo las
instrucciones de la organización, el lugar privilegiado, un privilegio esta vez
de los de verdad, en el que Dios quiso ponerme para llevarme un recuerdo
imborrable de mi paso por esta vida. Luego vinieron fotos y más fotos. Fotos
con el rosario en la caja, con el rosario en la mano, con el rosario al cuello,
con cada uno de mis hijos por separado, con los tres juntos, con la basílica al
fondo, con la escalinata detrás, en esta columna, en esa otra, juntos a esta
estatua y aquella de más allá, fotos, muchas fotos para el recuerdo de mi
hijos, no para mí que no puedo verlas. Yo me quedo con un recuerdo más íntimo y
personal: el calor de las manos del Santo Padre apretando las mías y el afecto
de sus palabras que me acompañaran hasta el día de mi muerte, muerte que me
llegará estando en paz con los hombres y con Dios.
El tema del suicidio es inquietante, incluso para las personas que no sentimos esa tentación. Oír que alguien ha acabado con su vida crea un malestar que se materializa, al menos en mi caso, en unos nervios que se me agarran al estómago. Para mi no es un tema tabú, pero tampoco es algo que proponga como tema de conversación. Sin embargo, ayer, hablando con un buen amigo, me contó la historia de un familiar suyo que se suicidó. ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo lo hizo? Por lo que me contó podría responder a esas preguntas. Pero si hoy estoy escribiendo esta breve nota no es por eso, por el morbo de saber la motivación o la manera en que lo hizo. Escribo esto porque me llamó, y mucho, la atención la nota de suicidio que dejó escrita y en la que pedía qué deseaba que pusiesen en su lápida:
Viví como quise
y
morí cuando quise
NOTA: Hasta donde yo sé, sus familiares no tuvieron a bien cumplir su última voluntad. Una lástima, en mi opinión.
Me llamó la atención ese mensaje por contraste con lo que es mi vida. Si yo tuviese que elegir hoy qué poner en mi lápida, tendría que ser: “Viví como no quise y morí cuando me tocó”. No quiero decir quién de los dos está equivocado. Le dejo esa tarea al lector.
¿Quién puede matar a Dios?
Quien lo creó.
¿Quién puede matar al hombre?
Quien lo creó.
Dios murió a manos de su creador.
El Hombre morirá a manos de su creador.
A Dios lo creó el hombre.
Al Hombre lo creó la evolución.